Lucero Vega, estudiante de Ciberseguridad en la Universidad Nacional Raúl Scalabrini Ortiz, consultora en comunicación digital, iniciadora de Ellas Comunidad, integrante del Centro de Escucha y Resiliencia Popular.
Por Lucero Vega.
Durante mucho tiempo aceptamos la idea de que lo digital era un segundo plano. Un espacio medio improvisado donde “pasan cosas”, pero que no termina de importar tanto como lo que ocurre “en la vida real”, afuera de la pantalla. Esa mirada -cómoda, funcional y bastante ingenua- quedó obsoleta. Quienes tenemos recorrido en lo digital, venimos advirtiendo hace muchos años sobre las nuevas corrientes de pensamiento juvenil con tendencias cada vez más violentas, paranoides y sin un gramo de crítica real; hasta que lo vimos ocurrir frente a nuestros ojos. Lo digital dejó de ser un entorno accesorio: hoy es el lugar donde se disputa poder, información, vínculos, tiempo y atención. Y si en un territorio -físico o digital- circula poder, también circulan desigualdades y vulneraciones.
El problema es que la conversación pública sigue atrasada. Se habla de “cuidar contraseñas” o de “usar menos el celular”, como si el conflicto fuera individual y no estructural. Pero cualquiera que trabaje en comunicación, derechos humanos o educación sabe que lo que pasa en plataformas tiene efectos directos: no son “incidentes online”, son violencias que se materializan en la vida cotidiana. El grooming, el acoso, la difusión de contenido íntimo, la presión algorítmica, la hiper-exposición de las infancias, no son anécdotas aisladas: son parte del funcionamiento del ecosistema digital.
Y acá aparece una tensión incómoda: las plataformas tienen más incidencia en nuestra vida diaria que muchas instituciones, pero no tienen las mismas obligaciones. Deciden qué vemos, qué se amplifica, qué se oculta, qué se monetiza y qué se deja prosperar aunque haga daño. Ese marco -difuso, opaco, privatizado- convive con Estados que no terminan de entender la velocidad del problema y con usuari@s que, sin herramientas, quedan librad@s a la lógica del “arreglate como puedas”.
Hablar de derechos humanos en entornos digitales no es traer solemnidad a las redes; es nombrar lo obvio: que la violencia digital no es simbólica, que los datos son un recurso político, que la infancia no puede ser un experimento comercial y que el acceso a información segura no debería depender de la buena voluntad de una plataforma. Reducir todo esto a “conductas tóxicas en internet” es minimizar un problema que hoy estructura desigualdades nuevas.
No se trata de demonizar la tecnología. Al contrario: se trata de dejar de nombrarla como si fuera un fenómeno inevitable. Lo digital es un territorio. Y como cualquier territorio, necesita reglas claras, garantías básicas y una discusión pública que no llegue siempre tarde.